La infancia indeseada

Por Guillem Borrero

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  • Título: República luminosa
  • Autor: Andrés Barba
  • Editorial: Anagrama
  • Lugar y Año: Barcelona, 2017

 

 

En 1994 una banda de 32 niños salvajes apareció en la modesta ciudad tropical de San Cristóbal. Durante cerca de un año se dedicaron a merodear y a cometer actos de vandalismo por calles, plazas y establecimientos, hasta que los adultos, cansados de no saber qué hacer, tuvieron que tomar medidas drásticas. Décadas después, el narrador de República luminosa , responsable de Asuntos Sociales del Ayuntamiento de la ciudad, escribe y reflexiona sobre estos insólitos sucesos.

Como no es del interés literario de Andrés Barba (Madrid, 1975) hablar de la salvación o condena de esos niños, enseguida nos muestra sus cuerpos exangües tendidos en hilera sobre las aceras de la población. Misterio zanjado: la sociedad no los recuperó y nadie aprendió nada. Barba no está para moralismos: enfoca su literatura no tanto hacia el porqué y el cómo, como hacia las consecuencias que implicó para los habitantes de la ciudad el que existiera un grupo de chiquillos de variadas edades que no obedecían a ninguna ley ni tenían padres ni parecían necesitarlos.

La pregunta que nos formulamos durante las primeras páginas, ¿estos chicos son sólo delincuentes?, con el transcurso de la narración abre la posibilidad de otra: ¿son víctimas? Si bien van apareciendo destellos de reflexiones que nos insinúan las virtudes de la sociedad libre y no jerárquica que han fundado estos montaraces niños, el texto avanza en una dirección más interesante. Por ejemplo, se explota con genialidad el desasosegante cambio que sufre la forma en que el narrador ―y el resto de madres y padres de San Cristóbal― mira a su hijastra, a fin de cuentas también una niña. La mutación de la mirada se debe no a anomalías en el objeto, sino a turbulencias en el sujeto. Pues, ¿quién no ha sido niño? En ese instante las páginas nos abisman en la inquietante posibilidad de la barbarie y logran generarnos un vértigo metafísico genialmente incómodo. Poco espanto más espantoso que la plausible realidad de un retroceso moral en nuestra civilización propiciado por lo que, en principio, despierta nuestra ternura: la infancia.

Podemos sostener que República luminosa se inserta en cierta tradición ya caminada. Aquella que, habiendo entendido bien a Freud, se aleja radicalmente de los cuentos que equiparan la infancia con el paraíso perdido ―léase, Peter Pan― y la apologizan. Según esta visión, los niños ―como los humanos antes del pecado original― son seres angelicales que serán expulsados de la eternidad, condenados al trabajo, el dolor y la muerte, por la simple razón de crecer. Está claro que Barba se ha sacudido tanta cursilería de encima y se ha alarmado, en cambio, al atisbar el abanico de sus potencialidades más viles.

De manera que ni “el hombre es bueno por naturaleza”,  como dijo Rousseau, ni como afirmó Hobbes: “homo homini lupus”. El ser humano es, sobre todo, el artífice de sí mismo, un dios para sí, tal como decía Pico de la Mirandola en su “Discurso sobre la dignidad del hombre”.  De su voluntad depende su sustancia, su esencia, lo que será. En este sentido, a diferencia de los niños de El señor de las moscas, los de República luminosa no son fruto de un accidente que los ha dejado desamparados en una isla solitaria. Los niños de Barba viven en la sociedad de San Cristóbal, o mejor, entre la sociedad, son uno de sus indeseados resultados. Entonces, ¿cómo no pensar en The Florida Project y las gamberradas de sus niños? En ambos casos, sus opciones de vida, paralelas y subterráneas, obedecen a causas mucho más controlables que un azaroso accidente.

En República luminosa se habla de estructura, y de ausencia de estructura; se habla de política, y de su degeneración; y sobre todo se habla de la condición humana, de cuando el ser humano, al descubrir en su sino lo inhumano gracias al espejo común de la infancia, se desconoce a sí mismo.

Tras leer el último Premio Herralde de Novela está claro que uno no encuentra lo que busca. ¿Pero cuando fue una buena novela aquella que precisamente ofrece lo que busca el lector?

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