Por Carlos Jáuregui
- Título: El alivio de los ahogados
- Autor: Luis Felipe Lomelí
- Editorial: Cuadrivio
- Lugar y Año: Ciudad de México, 2013
En esta brevísima obra, Luis Felipe Lomelí (Etzatlán, 1975) compacta lo indispensable para entregarnos un amasijo anecdótico de diálogos ampulosos e interrumpidos, de fallidos experimentos antropológicos y físicos y de viajes de escape, que por condición propia arrastran la narración de vuelta al punto de partida. Las maquilas, las carreteras y la frontera son escenarios que atestiguan el tan explotado modus vivendi de quienes viven en el norte de México y oscilan con una mitad del cuerpo al otro lado de la línea.
Una historia de amor interrumpida, una unidad que es contada en tres partes y desde disímiles puntos de vista (desde la espera, el viaje y la nostalgia). A modo cinematográfico y muy a lo Jarmusch o Tarantino, las escenografías de fiestas entre agualoca y pastillas, entre autos y cafés, entre discusiones y albures saltan despreocupadas del pasado al presente.
La primera parte del libro –y sin duda la mejor–, nos sumerge a empujones y sin delicadeza en la historia principal. En referencia evidente a la más famosa obra del absurdo de Beckett, los personajes discuten de todo y de nada a la vez. Merodean entre carreteras fronterizas, rancheros xenófobos y discusiones literarias (como el muy socorrido debate sobre el verdadero valor de Carlos Fuentes). Hay planes a futuro que nunca se concretan y ciudades pochas ubicadas justo en el límite del río, donde se desvanece la línea y los lados son un polímero atiborrado de taquerías y música de banda.
Los personajes, un día cualquiera, cruzan al otro lado de la frontera para escapar de la monotonía y frugalidad que emana de la vida adulta. Aferrándose con insistencia a encontrar algo mejor entre fiestas de fraternidad, amigos improvisados y comida plástica, descubren que, después de tanto pataleo, no alcanzan a divisar aquella otra orilla imaginaria.
En el segundo relato, mientras dos viejas amistades reconstruyen la misma trágica historia de amor, el narrador rememora otro intento de escape (siempre apuntando al norte). La aventura presenta el acoso de los policías fronterizos, ciudades perdidas entre dos culturas que conviven y no se acaban de entender y un souvenir gringo dentro de la cajuela del auto.
El tercer relato –más cinematográfico y menos introspectivo que los anteriores–, nos remite a una nostalgia que brinda la conclusión de la obra. A través de la teoría del efecto mariposa de E. Norton Lorenz, se descomponen los elementos para explicar las circunstancias que provocaron el fracaso de la historia contada. El experimento físico realizado dentro de una simple taza de café permite al narrador atender a las distintas posibilidades que, como tres idénticas gotas vertidas sobre un mismo cuerpo de agua, producen resultados distintos e imposibles.
Las constantes repeticiones en el libro refuerzan la premisa que busca dejarnos Lomelí: el pasar la vida esperando algo que no llega, que no alcanza a librarnos de nada y que se vuelve como el perro que se persigue la cola eternamente. Durante toda la obra, el autor jalisciense toma pausas de aire para introducir nódulos de poesía y versos que se van descomponiendo en simbolismos para explotar un grito que jamás prorrumpe:
El silencio se tiende como sombras sobre los párpados. Católica, indiscriminadamente. Cae sobre los farallones zapatistas. Sobre los ejes viales con posters de sociólogas francesas. Amalgama entre nubes a los avestruces que ponchan su tarjeta. Atraviesa este desierto globalizado, se inserta en la internet de nuestra neurosis. Un bebé juega en multimedia.
Los diálogos mezclan digresiones profundas con netas insultantes, acusadoras. Con la edad, se borra hasta la ideología y sólo queda el reclamo. De ahí que el lenguaje cantinflesco y crápula de Lomelí no alcance a ocultar los evidentes esbozos de profundidad en la obra. En el carácter pocho y alburero de los personajes se combina por igual la cotidianeidad con lo trascendental a través de metáforas urbanas de la decadencia fronteriza.
Se me ocurre la comparación estúpida de que la vida es como la vialidad. A veces me pongo muy cursi. Le voy agregando palabras de más al recuerdo de la universidad hasta rayar en la canción grupera. El recuerdo es una fosa, un cubo de aire rígido, por eso es imposible escapar de él; aunque se quiera… la única manera de resistir y que no me jalen los cordones del pasado es evitar nombrarlo, enfocarme en lo nuevo, mantener la tregua a las arterias. Pero siempre están los acomedidos que preguntan, las simpáticas inquisiciones sobre la extrañeza.
Y así, a través de todas estas conversaciones aparentemente infecundas, anárquicas y rebuscadas, se concluye que la vida es algo pasajero e insignificante. En todo lo que nos rodea hay una completa insignificancia. El autor sentencia que “hay dos tipos de aficionados al rafting” para insistirnos que de nada sirven los recorridos (ya sea de kilómetros o de ácidos lisérgicos) si no se encuentra la médula de cada uno de ellos. Y quizá esto es a lo que Lomelí se refiere: el alivio de los ahogados es moverse, patalear buscando algo, lo que sea.