Por Adonai Castañeda

- Título: Irineo
- Autor: Alejandro del Castillo
- Editorial: Cuadrivio
- Ciudad y Año: México, 2020
Crítica literaria
El lugar que Jeffrey Eugenides (Detroit, 1960) elige para situar las peripecias de su primera novela es una pequeña ciudad de esa América indeterminada y vulgar, alejada del luminoso ideal neoyorquino (o californiano) así como de la épica salvaje del sur profundo de Faulkner y sus numerosos epígonos. Un paisaje más bien gris, anodino, deudor de esa mediocridad que los anglófilos denotan a la perfección con el término average, tan preciso, y cuya grandeza se funda en su absoluta falta de grandeza. Y es curiosamente en esa América monocolor, desprovista de todo heroísmo, donde se han enraizado algunos de los proyectos narrativos más estimulantes del realismo norteamericano de la segunda mitad del siglo XX. Es el país de Cheever y de Carver, y también el de Updike, y, hasta cierto punto, el de Lucia Berlin.
Eugenides coloca en el centro de su relato a las hermanas Lisbon, un grupo de cinco chicas que conforman lo que al principio podría parecer un conjunto indiferenciado de adolescentes entre 13 y 17 años cuyos rasgos y gestos solo se explican en perfecta sincronización de unas con otras, como si en todo momento estuviesen interpretando los movimientos previamente ensayados de una coreografía un tanto indolente. Cecilia, Lux, Bonnie, Mary y Therese: cinco adolescentes vigiladas y enclaustradas en el interior de una arquetípica casa con jardín por los designios del catolicismo intransigente de una madre paranoica. Después se agregan al relato otros elementos característicos de ese subgénero de la narrativa norteamericana, con ramificaciones propias tanto en el cine como en la literatura, que podríamos clasificar como “ficciones de instituto”. El propio instituto como espacio de confrontación con el mundo, los barrios residenciales, el baile, la mitología del coche, los previsibles ritmos de la ciudad de provincias, y la figura del joven rebelde y pasota como héroe definitivo.
En un principio podría pensarse que Eugenides ha escrito una novela que se sostiene en la repetición costumbrista de una mitología ya gastada, la de la vida juvenil en Estados Unidos tantas veces contada en sus diferentes épocas. Sin embargo, lo interesante en la novela de Eugenides es el uso de todos los elementos arquetípicos del género para construir una ficción muy personal. Podría echarse mano de la idea de parodia literaria, como el recurso que tiende a distorsionar levemente los rasgos característicos de un determinado género o cultura. Y en ese sentido Las vírgenes suicidas parece emparentada con películas como Juno o Ladybird o incluso American Grafitti, narraciones que parecen encuadrarse en el espacio reservado para las ficciones comerciales de instituto pero que enseguida se revelan como narrativas con distintos grados de complejidad. Entre los niveles de lectura existe sin duda una visión desencantada del fin de la adolescencia como estación final de la primera juventud que empieza a adentrarse en la hipocresía y en la mediocridad del mundo adulto. Algo que sin duda conecta a la novela de Eugenides con la obra de Salinger en ese espacio reservado para la angustia adolescente, que podríamos considerar como elemento central de cierto existencialismo norteamericano.
Tal vez el rasgo literario más característico de Las vírgenes suicidas y el que sostiene la novela entera en un notable ejercicio técnico de su autor, que consigue mantener la tensión de su apuesta a lo largo de doscientas páginas, sea esa voz narrativa en primera persona del plural, ese nosotros casi poético y siempre tan arduo, que por momentos remite a un indeterminado grupo de amigos, a una generación entera que recoge lo que sucede en una pequeña ciudad de la América profunda, como si el narrador fuese la voz mancomunada de todos los chicos adolescentes que un día estuvieron secretamente enamorados y fascinados por el misterio insondable de las hermanas Lisbon. No han faltado críticos que, ante el origen griego de Jeffrey Eugenides, apelaran al coro teatral de las obras clásicas griegas. El propio Homero muchas veces ha sido confundido con una multitud, como si su voz en lugar de la de un narrador individual encarnara la de un pueblo entero.
Se hace difícil no pensar en Las vírgenes suicidas como un relato clásico perfectamente encuadrado en un marco moderno y algo pop donde todos los elementos están perfectamente dispuestos. Un grupo de tristes sirenas en el que destaca Lux Lisbon, que ‹‹irradiaba salud y maldad››, la más bella y misteriosa de todas las hermanas, como motor de una historia en la que Eugenides renuncia desde el principio a la intriga, pero en la que a pesar de eso (o gracias a eso) consigue mantener al lector cautivo a través del estilo y la atmósfera. Y es en esa nostalgia de un relato que se cuenta años después, en la nostalgia irrecuperable de la juventud , y en el deseo de revisitar una y otra vez un trauma incurable, donde se sostiene ese canto de cisne que es Las vírgenes suicidas, una novela que conecta con lo mejor de la tradición narrativa estadounidense para renovarla.
Decía Gabriel Zaid en un jugoso ensayo sobre el nacionalismo que la población moderna, cosmopolita, políglota, universitaria, es trasnacional. Un latinoamericano doctorado se entiende más fácilmente con los doctorados de otros países que con la gente de su tierra. Los universitarios del planeta, dice Zaid, forman una tribu invisible, que oscila entre el desarraigo y la búsqueda de raíces, sin acabar de reconocerse como una etnia sui generis, metaétnica.
Y cada vez son más los escritores que pertenecen a esta tribu. Le escriben a una patria intelectual para interrogar el destierro, buscan nuevas estructuras que reflejen con fidelidad sus inquietudes latentes: la pérdida del origen y la inestabilidad de vivir en tierra ajena.
Ahora le ha llegado el turno a Centroamérica. Casos aislados ya había, pero existe una nueva oleada de escritores talentosísimos provenientes de Guatemala, Nicaragua, Costa Rica, El Salvador y Honduras, con el costarricense Carlos Fonseca, “el alumno más brillante de Piglia en Princeton”, a la cabeza. Se trata de autores nacidos en los años ochenta, pertenecientes a la clase media, radicados en Estados Unidos o Europa, epígonos de Roberto Bolaño y del mapa literario que el chileno cartografió en Entre paréntesis.
A esta generación pertenece Giovanni Rodríguez (San Luis Santa Bárbara, 1980), una suerte de Vila-Matas hondureño, cuya novela, Tercera persona, explora esa aventura de la metaficción que numerosos autores han intentado llevar hasta sus máximas consecuencias para desembarazarse de una buena vez del fervor referencial.
Tercera persona reúne una colección de síntomas con los que todo emigrante académico se puede sentir identificado. La prosa itinerante disfraza las ilusiones rotas, relaciones fallidas, malentendidos idiomáticos, farsas laborales, impertinencia, rituales eruditos, reflexiones en torno a la escritura y la desesperante noción de que, tras dejar el país de origen, ya no hay a dónde volver.
El continente europeo, para los jóvenes intelectuales latinoamericanos, es glamuroso porque promete el reencuentro con los ídolos. El obligado viaje a Blanes, Meca de los infrarrealistas; la búsqueda de los últimos salvajes, que ya deben estar más que hartos de que se les pregunte por la leyenda de Roberto Bolaño, todo eso aparece en este libro narrado con humor y autocrítica.
Pero el primer mundo también resulta hostil, infértil y, en ocasiones, aburrido para el escritor acostumbrado al caos. En este peregrinaje los autores desplazados dan con una clave que representa lo mejor de su narrativa. Valeria Luiselli lo expresa de manera brillante en Los ingrávidos: “Me estoy afantasmando”.
Uno se «afantasma» cuando ya no es de ninguna parte. La degradación de la identidad arroja los pensamientos al delirio, se duda hasta la inoperancia. ¿Qué hago tan lejos de casa? ¿Por qué me dedico a la escritura? ¿Por qué practico una vocación que claramente no tiene futuro? Sus padres se los repitieron hasta el cansancio y constatar, entre los veinte y los cuarenta años, que, en efecto, tenían razón, que la senda literaria garantiza una vida de mierda (algo que dijo Bolaño hasta el cansancio), aun así los deja en shock.
La novela de Giovanni Rodríguez retrata estos padecimientos y podría correr el riesgo de resultar una suma de tópicos vila-matianos (la desaparición, la impostura, el intertexto medicinal), tal vez cansinos para el que los reconoce e insignificantes para el que los ignora. Lo que distingue a Rodríguez es la gracia y la calidad patente de su escritura. Las primeras cincuenta páginas de Tercera persona bosquejan un cuadro del hastío moderno que obliga al lector a darse unos segundos para aplaudir la audacia de la prosa.
La escritura es la salvación, se dicen estos autores sin dejar de ser conscientes de que, en verdad, representa todo lo contrario. Giovanni Rodríguez persigue a su verdadero yo en las sutiles capas de ficción en las que lo envuelve el lenguaje. Pese a que, según Conrad, “las palabras sean las grandes enemigas de la realidad”, el narrador de Tercera persona predica junto con Efraín huerta: “No puedo parar de escribir,/ porque si me detengo,/ me alcanzo”.
Los resultados de estos modelos narrativos aún están muy frescos para comprender su trascendencia en el panorama cultural. Me intriga, eso sí, cómo serán los próximos libros de estos narradores, cuya obra temprana consistió en desentrañar exhaustivamente los mecanismos de la escritura (obras que los autores del siglo pasado dejaban para el final). ¿Será éste el fin de su producción? Calza como un guante la idea de Junot Díaz que desvela la trama oculta de Tercera persona: “Cuando te pones a pensar en el principio es porque has llegado al final”.
Quizá los autores de esta generación que prosperen se convertirán pronto en escritores realistas de un catálogo editorial rimbombante y se dedicarán de lleno a la novela histórica y social. Espero que alguno, en especial Giovanni Rodríguez, no ceda a la tentación de abandonar sus tempranos experimentos, un poco menos como su compatriota Horacio Castellanos Moya y más como César Aira. Por ahora, la metaficción hondureña está irremediablemente ligada al nombre de Giovanni Rodríguez.
La plaza del Diamante retrata la Barcelona republicana, los años de guerra y la dictadura a través de la mirada de una mujer joven. Mercè Rodoreda fue testigo de los tiempos que relata y quizá por ello encuentra la voz exacta para el personaje protagónico. Equilibrada entre la ingenuidad y la astucia, “la Natalia” describe la realidad con palabras pequeñas. Las repeticiones, las inflexiones orales, el leísmo y, sobre todo, las circunstancias recogen el pálpito de un pueblo vivo.
El lenguaje está tan bien trabajado que parece espontáneo. La charla de las señoras que durante un parto dicen del ombligo: “Antes de nacer somos como peras: todos hemos estado colgados de esta cuerda”. Las descripciones se centran en los objetos cotidianos para darles un nuevo significado. Un simple embudo, una cinta atada al pomo de una puerta, una cama de latón se revelan como símbolos de la desesperación.
La acción es silenciosa y se teje en instantes que, sin saberlo, acaban determinando el cauce de una vida. La continua sucesión de acontecimientos resulta, a veces, de una crueldad insoportable, porque ninguna acción destaca sobre otra, pero en conjunto crean un mapa de derrotas íntimas.
La plaza del Diamante dibuja el camino por el que se van dejando las vidas que ya no nos pertenecen. Las recordamos con la extrañeza de quien atestigua una ficción y piensa que el mundo no es más que una serie de sensaciones abrochadas por la memoria. “La Natalia” pasea por la calle Mayor y descubre en el recorrido del tranvía cómo se le ha ido la juventud. El libro contrapone la incertidumbre del devenir con la aparente perdurabilidad de los tiempos presentes.
En el escaparate de una tienda, “la Natalia” observa unas muñecas sin ser consciente de que pronto todo su mundo desaparecerá tal como lo conoce: “Las muñecas siempre allí, con la cara de porcelana y la carne de pasta, al lado de los zorros para el polvo, de los sacudidores, de las gamuzas de piel y de las gamuzas imitación de la piel: todo en la casa de los hules”.
En cierta medida, la novela es un manifiesto contra los grandes giros argumentales y el relato hollywoodense. Provoca incomodad lo mucho que se parece a la vida. Secretamente despierta el deseo de que la realidad estalle o se agite, el anhelo de que un superhéroe rescate a los personajes del ahogo de su insignificancia. Pero lo más que Rodoreda admite es un grito en mitad de la plaza del Diamante.
Pocos relatos resultan conmovedores y dolorosos sin perder la ternura ni caer en efectismos dramáticos. Los escritores que sobrevivieron a una guerra no tienen que recurrir a la violencia para retratar la condición humana, porque saben que para encontrarla basta con mirar en las costuras de la banalidad.
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No sé qué tienen las novelas de Daniel Espartaco Sánchez (Chihuahua, 1977) que siempre me parecen simples, ligeritas en primera instancia, y al final, inevitablemente, me demuelen y cambian, para bien, mi idea de la literatura. También me dejan triste.
Entre la parodia, la caricatura chusca y un narrador siempre derrotado, se cuela un aire de novela austriaca o rusa o incluso japonesa. Nunca he leído algo similar en las letras mexicanas. La sensación de impertinencia, de fracaso a priori, de paraíso podrido no surge tal cual de los diálogos, o de los escenarios chihuahuenses o defeños, ni del habla popular norteña o capitalina, sino del contraste entre la timidez de la voz que los describe y la farsa de la que es cómplice.
Supe de Daniel Espartaco Sánchez, como muchos, por la hilarante columna que escribía en Letras Libres. Ese fustigador, que despotricaba contra las ferias del libro, los asistentes acarreados, la porca miseria de la vida de escritor y la falacia de los programas institucionales, me aliviaba el malestar de la cruda y me robaba carcajadas a las que no estoy acostumbrado. Me caía bien al grado de, como hacemos con un buen amigo, incluso reírme de sus chistes malos.
En su narrativa, ya sea en Random House o bajo un sello independiente, uno se encuentra con una voz distinta. Un tipo prudente, sincero, herido, al que los lectores quieren ver caído pero no en la ruina, porque esta ruina nos involucra a todos y nos promete un abismo común.
Los personajes de Espartaco Sánchez no son monigotes quijotescos a los que el sistema apalea en aras de la carcajada, sino el impostor cultural que se sabe ajeno al territorio y lo recorre con cuidado para no volverse parte de lo que solía cuestionar. Diría mi tío sindicalista: “Estaba en la olla de mierda y cerré la boca para no tragármela”.
En esta olla de mierda los protagonistas de Espartaco Sánchez no son heroicos ni poéticos, no creen tener la razón ni defienden su verdad iluminada a capa y espada (algo que lo distancia, aunque no tanto como él quisiera, de Roberto Bolaño); los suyos son pasguatos extraviados que asisten al medio cultural como a una cita con el dentista.
Ceremonia es algo así como una secuela de Gasolina (Nitro Press, 2012). El personaje y autor de este libro cede los derechos para que su obra sea adaptada al cine con un estilo hollywoodense (algo poco realista en México; más certero hubiera sido que la convirtieran en un melodrama de cuatro horas donde a veces dicen güey, no mames), lo que le reditúa una nominación al Premio Ariel, que es la ceremonia en la que intentará consagrarse.
La historia, a ratos chistosa, a ratos predecible, es tal vez lo menos importante de este libro. Salvo una charla con un editor demasiado imbécil, que quiere poner más bombas y bazukazos en su novela, para venderle mejor el horror latinoamericano al público alemán (más certero hubiera sido un editor pretensioso que quiere encontrar al Coetzee mexicano y termina publicando otra mafufada), no hay mucho que decir. Parodias de Gael y Diego Luna, romances invertebrados con una madre soltera, una propuesta cotorrona de escribir distopías sobre Sor Juana contra el apocalipsis zombi.
Son ocurrencias, a mi gusto, palomeras. Pero la incomodidad del estoico narrador nos lleva a interpretarlas como apuestas de vida o muerte. Él no interrumpe, no confronta. Calla, da el avión y otorga. Creo que en este carácter permisivo se oculta el verdadero humor de Espartaco Sánchez. Un humor en clave Ricky Gervais si sus comedias la dirigiera un soviético impasible. El resultado es un producto incómodo pero familiar, parecido a una de esas series que no puedes dejar de ver pese a que nunca pase nada memorable.
Ceremonia, como el resto de la obra de Espartaco Sánchez, cura la resaca intelectualoide. Las páginas se suceden en escenarios despoblados, tensos y, no obstante, indiferentes. Ni el fracaso ni la gloria espantan a los personajes, sólo la sensación de que nadie se atreverá a descubrir el embuste pomposo del medio cultural.
Y de repente llega esa página. A veces es la cincuenta, a veces la setenta y cinco. La voz se desorienta en un recuerdo o en una idea alquímica. En el caso de Ceremonia surge en una sala de hospital donde un personaje agoniza. Algo en el lector se quiebra. Espartaco Sánchez domina con maestría ese efecto narrativo al que sólo me ha sometido la prosa de Thomas Bernhard y pocos más.
De repente te das cuenta de que la novela no tiene nada que ver con ceremonias culturales, publicaciones tópicas, editores chuscos, distopías de Sor Juana contra el apocalipsis zombi, mucho menos con cervezas ni balazos, sino que es un retrato de la fragilidad. El ser humano, despojado de atavíos, es una cáscara frágil que sólo desea un instante de empatía.
Son cinco o cuatro párrafos a lo mucho, luego vuelve la parodia, el chascarrillo, pero tras ese lapso el lector ya no se reconoce en las mismas palabras. Ya no está frente a vagas voces de la parafernalia social. Son plegarias, ruegos, aullidos en busca de la salvación.
Es entonces, aunque no le guste a Espartaco Sánchez, donde más se emparenta su narrativa con la de Roberto Bolaño y donde alcanza su mejor definición. Al que habla, al que cuenta, ya no le queda nada, está acostumbrado a la derrota y sabe que volverá a perderlo todo. Y sonríe. Se regodea en la miseria y sonríe. Y en esa sonrisa se esconde la genialidad de un escritor al que aún le queda mucho por decir.
El siete de noviembre de 1966, John Lennon entró a la Galería Índica de Londres y conoció al amor de su vida. A un lado de la puerta se topó con una obra conceptual que consistía en una escalera, la cual lo dirigió a una pintura cuyo minúsculo mensaje tuvo descifrar con lupa. Al 1.80 que medía Lennon no le hizo ninguna gracia tener que trepar por aquella escalerilla, pero lo que encontró lo convenció de que su vida, tal como la conocía, jamás sería la misma. A través del cristal leyó en letras microscópicas la palabra “Yes”, y al bajar de vuelta a la galería miró con nuevos ojos a esa artista japonesa con la que terminaría pasando el resto de sus días.
“Sí hubiera leído la palabra No, o un mensaje como Fuck You«, solía decir Lennon, «habría salido de la galería sin volver la vista atrás”. Pero lo cierto es que la obra decía ‘yes’ y ese vocablo fue el origen de un amor que se vio interrumpido el día en que Mark Chapman confundió la pluma de autógrafos con un revolver calibre 38.
En alemán, la palabra ‘sí’ se dice ‘ja’ y acaso, dada su similitud con la interjección que indica risa o burla, su uso sea más irónico que en otras lenguas. Tal vez por eso Thomas Bernhard decidió titular así su novela escrita en 1978. Quien conoce la narrativa de Bernhard podrá intuir, pese al título, que Sí no es una historia tan esperanzadora ni iluminada como el día en que John conoció a Yoko. Los soliloquios nihilistas y escépticos de Bernhard no suelen configurar emociones como el amor a primera vista y, sin embargo, podrían tratarse, la novela y el episodio de la galería, de dos caras de una misma moneda.
La idea central de Sí es difícil de resumir, pero si uno se identifica con el conflicto del protagonista resulta muy sencilla de entender. En pocas palabras: un tipo se dedica de lleno a una disciplina y la vida en sociedad (familia, amores, amigos, obligaciones hogareñas, rutinas y hábitos) suele distraerlo. De manera que ese tipo se aparta de la vida común y busca un lugar lo suficientemente remoto para poder concentrarse en su obra. La soledad, en un inicio, produce buenos resultados y encamina su proyecto hacia la gloria, pero el paso del tiempo transforma esa soledad en un vacío que obnubila las expectativas y las razones por las que la lejanía tuvo sentido en primer lugar.
En estas condiciones encontramos al narrador-protagonista de Sí. Se trata de un científico neurótico, estudioso de los anticuerpos de la naturaleza, que considera que todo en la vida fracasa y que sólo al estar conscientes de este fracaso somos capaces de llevar a cabo algún proyecto: “Al menos, si tenemos voluntad de fracasar, avanzamos, y debemos tener siempre, en todo y en todas y cada una de las cosas, al menos la voluntad de fracasar, si no queremos perecer”.
El protagonista habita una casa en ruinas, un “calabozo laboral y existencial” que consta de dos cuartos principales; el cuarto de los libros, donde lee a Schopenhauer, y “el cuarto de las manías”, donde escucha a Schumann en silencio, tan sólo leyendo las notas en una partitura.
El protagonista acusa una “enfermedad” con la que muchos, sobre todo los que han sobrellevado largos períodos de aislamiento, están familiarizados. El absurdo de la vida moderna paraliza sus emociones en un limbo de sinsentidos. El personaje considera a sus amigos, o más bien a sus conocidos, como médicos con los que se acude semanal o mensualmente en busca de una cura. Por lo general, el amigo o conocido no tiene noción de ser un médico, o una pieza clave para bloquear los síntomas de parálisis que sufre. Moritz, agente de bienes raíces, el único personaje con nombre propio en la novela, cumple el papel de ese amigo-terapeuta para el protagonista y en cierta manera logra ayudarlo al presentarle a la Persa.
La existencia del protagonista es modificada y en cierto sentido salvada con la aparición de este personaje femenino. La Persa es un monólogo interior tan insatisfecho como el suyo, con el cual deberá enfrentarse. La novela de Bernhard, en palabras de Luis Goytisolo, es “el magnetismo que mutuamente experimentan y ejercen dos soliloquios desesperados hasta que, al identificarse como pertenecientes al mismo signo, empiezan a repelerse mutuamente para terminar neutralizándose, retraídos y hostiles, incompatibles”.
Desde sus primeras páginas, el texto da indicios de esta colisión, entendiendo el encuentro de dos personas como un choque de discursos destinados a fundirse y posteriormente a rechazarse. Así lo anticipa el protagonista al declarar que “para un forastero cada persona es una trampa mortal”.
Esta trampa podría ser, a su vez, otra forma más vil, cruda y realista de referirse al amor. Quizá sea sólo otra perspectiva desde la que pudo describirse ese mismo amor que también nació en la Galería Índica un siete de noviembre de 1966. Y si uno se detuviera en la página 115, diez antes de la conclusión, podría llegar a creer que la novela de Bernhard a eso aspira, sobre todo tras leer la precisión con que describe sentimientos pasionales: “Es hermoso estar con una persona para la que los propios conceptos son tan claros y tan decisivos como para uno mismo”.
Por otra parte, el lector es consciente de que el soliloquio reiterativo que lee es un testimonio que el narrador pone por escrito para intentar sobreponerse de su enfermedad, pero también, a la manera de Camus en La Caída, para sobreponerse de La Persa, el otro soliloquio desesperado con el que alguna vez se fundió.
Lamentablemente, la posible unión que construye el narrador a lo largo de su soliloquio se desmorona en una frase con la misma eficacia: “Es increíble lo deprisa que la mejor relación, cuando se le exige más de lo que pueden dar sus fuerzas, se desgasta y finalmente se consume”.
Sin duda el yes que leyó John Lennon a través de la lupa y el Ja de Thomas Bernhard describirían una misma emoción si no se trataran de respuestas a preguntas contrarias. Mientras Lennon distribuye un mensaje positivo, “Yes is the answer [Sí, es la respuesta]”, como dice en “Mind Games”; el otro replica Ja para fundamentar un largo argumento suicida.
Ocho páginas le toma a Bernhard transformar una novela de amor en un tratado sobre el aniquilamiento. Le basta con extinguir la interrogante amorosa y sugerir una nueva pregunta existencial cuya respuesta recalibra un libro que, al ser releído, sólo puede versar sobre el suicidio.
Entonces el lector prestará atención a ciertos párrafos que antes debieron ser evidentes, pero no lo fueron, porque creyó ingenuamente que la cura para la “enfermedad” podía ser el amor cuando, por el contrario, era la muerte: “Un día, me digo siempre, haré lo que tengo que hacer un día, me suicidaré, porque mi vida y mi existencia se han vuelto un sinsentido, y continuar y seguir continuando esa absoluta falta de sentido es absurdo”.
De manera que la enfermedad no sólo es la vida, sino la ilusión de fabricarla disimulando que este proceso no nos está conduciendo directamente al final: “Un año tras otro no he hecho otra cosa que construir, construir y siempre construir y, con ello, me he debilitado de la forma más irresponsable, y he motivado quizá esos estallidos de enfermedad, luego cada vez más graves”.
Lo fatal es que aunque uno se vuelva consciente de la futilidad de su existencia, no hay ninguna solución: “En todo momento buscamos uno o varios culpables, a fin de que, al menos de momento, todo nos resulte soportable, y lógicamente siempre llegamos, si somos sinceros, a nosotros mismos”.
Cabe recordar que en otro estribillo de “Mind Games”, Lennon canta: “Yes is surrender, you got to let it go” [Sí es rendirse, tienes que dejarlo ir]. No obstante, he de confesar que a lo largo de este texto me he conformado con una interpretación demasiado cómoda para vincular, por medio de la palabra Sí, a Lennon y a Bernhard, pero ya va siendo hora de acotar que el sí de Bernhard no dialoga en ningún momento con el de Lennon, sino con el emblemático final de Ulises de James Joyce que concluye, tras mil páginas de polifonía, con un contundente y lascivo Yes.
El icónico monólogo interior de Molly Bloom finaliza emulando la lujuria de una Penélope desesperada: “…y al principio le estreché entre mis brazos sí y le apreté contra mí para que sintiera mis pechos todo perfume sí y su corazón parecía desbocado y sí dije sí quiero Sí”.
Por eso resulta tan cruento comparar el Yes de Molly Bloom al entregarse a los placeres de la carne y el Ja de la Persa cuando le contesta entre risas al narrador: “y realmente del modo más desconsiderado, le había preguntado a la Persa si ella se mataría un día. Ella, entonces, sólo se había reído y había dicho que sí”.
Por más fatídica, desesperada y tormentosa que resulte la obra de Bernhard, no puedo dejar de considerarla una oda a las contradicciones humanas llena de pequeñas esperanzas que, aunque no sirvan para nada, ahí están y surgen a pesar de que nos encaminemos hacia un destino trágico. El demoledor estilo del austriaco ha repercutido en la literatura hispanoamericana contundentemente, sobre todo si se considera a los numerosos autores a los que ha influido, entre ellos Ricardo Piglia, Fernando Vallejo y Javier Marías.
Advertencia: Bernhard produce adicción y todo intento de imitar su prosa está condenado al delirio, algo que el austriaco tal vez no vería con malos ojos.