Por Miguel Blasco
- Título: Salvar el fuego
- Autor: Guillermo Arriaga
- Editorial: Alfaguara
- Ciudad y Año: Madrid, 2020
Crítica literaria
Hace poco más de un mes que podemos encontrar en la mesa de novedades de las librerías, la novela de Jesús Zomeño “El cielo de Kaunas” editada por la editorial Contrabando. En actual panorama literario español, donde navegamos constantemente entre las procelosas aguas de la divergencia, la confusión y el desconcierto, la valenciana Contrabando constituye una de las propuestas más selectivas y sugestivas, y uno hará bien en seguir de cerca su creciente catálogo.
Para su autor, “El cielo de Kaunas” marca un punto de inflexión en su ya dilatada trayectoria literaria que abarca más de tres décadas. Tras haber dejado formalmente la poesía con “Un libro llamado 34 poemas” (Diarios de Helena, 2001), durante algo más de quince años Jesús nos ha legado un corpus narrativo de primer orden, con libros de relatos como “Lengua azul” (Sloper, 2008), “Cerillas mojadas” (Denes, 2012), “Piedras Negras” (Lengua de Trapo, 2014), “De este pan y de esta guerra” (Contrabando, 2016) “Querido miedo” (Sloper, 2016) y “Guerra y pan” (Contrabando, 2017). Ahora cambia de tercio y nos ofrece una novela. Esto, evidentemente, no ha ocurrido de la noche a la mañana. Ha entrañado un proceso mucho más complejo que voy a intentar establecer con una sucinta cronología.
Todo comenzó en el verano de 2015, cuando Jesús Zomeño me dijo que se iba de viaje a Kaunas. Yo no había oído hablar de esa ciudad y Lituania sólo era, para mí, un país báltico que no hubiera sabido situar correctamente en el mapa, igual que si me hubiesen hablado de la tintinesca Syldavia. Yo ese verano estuve en Roma y, a la vuelta quedamos para hablar de nuestras experiencias estivales. No hace al caso la mía ahora. Durante su estancia en Kaunas, Jesús se había alojado en un hotel llamado Santakos, situado en un punto que conecta el centro moderno con el casco antiguo de la ciudad, famoso por sus excelentes muestras del Barroco tardío. Un hotel, según me dijo, anticuado pero cómodo y tranquilo, donde estuvo perfilando los cuentos de “Querido miedo” para su publicación. Si uno hace una consulta en el Google Maps, tomando como referencia el hotel Santakos, comprobará que, en un radio de no más de quince minutos encontramos el Gran Museo de la Guerra, la Alameda de la Libertad, la isla Nemunas, el Museo del Diablo o un restaurante llamado “Bella Italia” en la calle Daukanto. Antes de que alguien pueda confundir este texto con una guía turística, debo decir que los lugares citados son los que frecuentó Jesús durante su estancia en Kaunas y luego incorpora a su novela, convirtiéndolos en un itinerario sentimental y vital, como si fueran las arterias y las venas por donde circula la narración y le infunde vida. Quizás sea exagerado decir que alguien pudiera visitar Kaunas con el solo apoyo de la novela de Jesús, pero si uno decide viajar a la ciudad báltica (yo tengo pendiente mi visita) haría bien en llevar la novela consigo y recorrer los lugares que aparecen en ella. Incluso, podrá uno detenerse en el quiosco, que en la novela regenta Pilypas, y comprar un periódico.
Durante ese otoño de 2015, Jesús comienza, por primera vez, a hablar de que está enfrascado en una novela con cierto aire noir. No me extrañó, era la evolución natural de su narrativa, ya anunciada en unos cuentos que escribió tras tener fijado el corpus de “Querido miedo” y que, al final, han quedado inéditos. En octubre de 2015, en un diario comenzado por esas fechas y que no continué, hice la siguiente anotación:
Jesús sigue con su novela y quiere volver a Kaunas para terminarla. Como sabe que no puede ser, va a hacer que el protagonista de su novela viaje a esa ciudad y se refugie en el mismo hotel donde él estuvo este verano.
La novela fue terminada en dos meses y, tras una apresurada corrección, pone el punto y final. Era el 31 de octubre de 2015, lo recuerda porque era el último día de plazo para remitirla a un premio literario. No obtuvo ningún resultado, tampoco lo esperaba.
Esa primera novela había servido como banco de pruebas para emprender otro proyecto de mayor envergadura y cuyas líneas maestras ya tiene más o menos claras. El 1 de noviembre da comienzo a su segunda novela, que luego titulará “El cielo de Kaunas”, y donde el mismo protagonista de la primera, un atípico inspector de policía del que no conocemos su nombre, viajará a Kaunas sólo con el propósito de visitar un par de cabinas de teléfono en la calle Vilnius, sólo porque su amante asesinada era de allí y creía haberla reconocido a través del Google Street View, pasando por delante de aquellas cabinas, aunque eso fuera antes de conocerla. Irá a Kaunas, como quien persigue un rayo de luna, que es lo que le dice Paco, su compañero en la Jefatura.
El año 2016 será el annus mirabilis de Jesús Zomeño. La editorial Contrabando edita en febrero su libro “De este pan y de esta guerra”, conformado por relatos nuevos que había escrito tras publicar “Piedras Negras” y otros, incompletos entonces o a partir de esbozos, que el tiempo le había permitido retomar y concluir con mejor perspectiva. Tras el verano de 2016, la editorial mallorquina Sloper editaría “Querido miedo” donde Jesús proyecta una mirada entre nostálgica y elegíaca ante la década de los ochenta. Ambos libros aparecen, entre otros, en 2017 como candidatos a los Premios de la Crítica Valenciana y el galardón se lo lleva “De este pan y de esta guerra”. Luego, en octubre de 2017, aún vendrá “Guerra y pan” que, en principio iba a ser una separata de tres o cuatro cuentos destinada como regalo, tras el premio, a los compradores del libro y que termina siendo un libro con plena autonomía e integrado como tal en el catálogo de Ediciones Contrabando.
Pero durante ese ajetreado año, Jesús no ha dejado de trabajar en su novela. Me habló que, una vez encontrada la voz y el ritmo, la novela era más lineal y no requería la tensión y concentración del cuento. Según lo entendí era algo así como si uno pusiera el piloto automático. Pero sospecho que, lo que resultaba tan practicable para Jesús, para otros hubiera sido un Himalaya inalcanzable. Para Jesús, todo era cuestión de disciplina, de cenar ligero, acostarse pronto y poner el despertador para levantarse siendo aún noche cerrada. Prepararse una taza humeante de café con leche y arrancar el ordenador portátil, colocado sobre la mesa de la cocina. Una de sus herramientas, cuyo uso comparte con el protagonista de su novela, es el Google Street View, situándolo en las calles de Kaunas. No voy a desvelar nada más acerca de la trastienda de Jesús como escritor. Lo importante es el resultado, y éste es portentoso.
En el agosto de 2016, diez meses después de haber comenzado, Jesús termina una primera versión completa de lo que entonces solo es “la novela de Kaunas”. Todo el 2017 lo ocupan las correcciones, casi frase a frase. Mientras que, para algunos autores, la idea es la raíz del proceso creativo y para otros el párrafo, Jesús Zomeño tiene en la frase la unidad que vertebra su escritura. En mayo de 2017, la novela tiene el título de “El diario de Kaunas” hasta que, en algún momento de ese verano comienza a hablar de la novela ya con el título definitivo de “El cielo de Kaunas”. A partir de ese momento y hasta el verano de 2018 vendrá una última fase de pulidos y detalles donde, además, se añadieron los títulos de cada una de las partes, escribió el preámbulo y la editorial trabajó en el diseño. La magnífica portada se debe a Carlos Michel Fuentes y también contiene una ilustración interior debida al artista madrileño Raúl, colaborador en los años ochenta en publicaciones como Cairo, Madriz o Complot. El montaje de Raúl, que alguna vez se valoró como portada, está ubicado al final y es fruto de una concienzuda lectura de la novela, ofreciendo detalles y guiños que harán las delicias de los lectores de “El cielo de Kaunas”.
Jesús Zomeño nos muestra la vida tras el desmoronamiento del comunismo en la Europa del Este y, consecuentemente el final del modelo soviético. El mundo interior de los personajes, intentando adaptarse a otro modelo en crisis, el neoliberal, deviene un caos donde la nostalgia será la información que las terminaciones nerviosas están mandando de forma continua al cerebro. Jesús ha escrito una especie de Estación Termino del socialismo real. Y lo hace por medio de alegorías y de historias pobladas de unas criaturas que huyen continuamente para seguir tan perdidos como al principio: el francotirador, los personajes convulsos de la segunda parte; el propio inspector de policía…El eje conceptual de la novela, tal como yo lo veo, es la huida y la incomunicación. Los personajes moldean su visión del mundo mediante la huida, huyen del sufrimiento, del terror, de la tristeza, de los pecados del pasado y de su propia expiación, de las represalias, del miedo al futuro… El título es ambivalente. Hace referencia a las condiciones climáticas hostiles y el cielo bajo y plomizo, como amenaza, sobre los personajes. Pero también refiere al techo pintado de nubes de la habitación de los niños (el cielo protector), en la casa donde el francotirador sin nombre pasó su infancia y donde se desencadena la tragedia.
Alguna vez he dicho, utilizando un símil cinematográfico, que Jesús Zomeño es un escritor que utiliza el zoom o el travelling de forma absolutamente lúcida; es decir, lleva la eficacia narrativa de los movimientos de la cámara a su literatura. Sus patrones narrativos no han cambiado desde “Piedras Negras” o “De este pan y de esta guerra”. Si fuera un realizador Jesús no sería Visconti ni John Ford, descubriendo grandes espacios. Probablemente sería el Hitchcock de “La ventana indiscreta” o tal vez Orson Welles, un ilusionista del cine con sus ángulos oscuros, sus contrapicados, componiendo afinadamente cada elemento de la escena y con sus poderosas imágenes que devienen símbolos. Quizás al intentar yo fusionar dos lenguajes distintos, esté planteando problemas de orden semiológico y estético. Admitámoslo si quiera metafóricamente, para explicar lo que quiero decir. Un ejemplo, en cada escena del francotirador, eligiendo cuidadosamente a su víctima y preparándose para disparar, la cámara se acerca en un zoom. Cambia incluso el foco. Pasando del narrador omnisciente a un monologo interior, nos ubica directamente en los pensamientos del asesino. El tempo se ralentiza y el autor hace un recorrido para que nos fijemos en todos los elementos de la escena, desde el control de la respiración hasta la caricia del gatillo y por fin la presión del disparo.
A través de la estructura tripartita de “El cielo de Kaunas” y con la precisión de un artesanal relojero, Jesús va montando un engranaje perfecto, donde todo encaja al final. O también es posible que esté desmontando el mecanismo, que la narración sea una deconstrucción y al final tengamos las piezas esparcidas sobre la mesa para que sea el propio lector el que las monte.
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Diario de un noctámbulo fue una publicación post-mortem, lanzada al mundo en el año 2015, con don Francisco tieso y cogiendo polvo en la memoria colectiva. Es una recopilación de textos que escribió y locutó para radios de León entre los años 1958 y 1961, cuando no era más que un plumilla de provincias, sin la fascinación ni la agresividad de su llegada a Madrid unos años más tarde. Apenas son imágenes sueltas, pequeñas escenas, dos o tres pinceladas de un secreto que se narra en voz baja, ya de noche, a través de las ondas.
A mí me alegró mucho su publicación. Soy umbraliano confeso, casi hooligan, enamorado del personaje en un sentido abstracto, un poco distante del físico por lo que de snob y desagradable tiene. Comulgo con su personalidad literaria excesiva: tan sobrado iba que se inventó su propio género, en el que no importan ni los personajes ni las tramas ni los diálogos ni nada, únicamente Umbral, Umbral sentado en su salón escribiendo y haciendo apología del estilo, único hecho notable en su literatura.
Como él mismo decía: «El argumento de mis libros soy yo».
Y en estos textos breves, Umbral nos muestra su visión del mundo, usando como excusa a Elvis, a Delibes o a la Loren, desplegando un universo genial de adjetivos flotantes y ritmo desaforado. Nadie escapa de su voracidad, ni el jardinero ni la guitarra española. Todo tiene ese rubor de poeta enmascarado, de lirismo a duras penas contenido por la prosa. Umbral, todavía impoluto, sin mácula política ni columna diaria de capitel corintio, sin enfrentarse al mundo, incluso en sintonía con él, descubriéndonos que Sophia es una mujer etrusca o Machado un andaluz castellanizado.
A la hora de escribir, recurro mucho a este libro. Es una enorme greguería. Cada frase tiene una arquitectura personal tan compleja que a mí me alivia el peso de la mía. Y él, que fue tan seco, escribe como si estuviera enamorado. Estos textos están cargados de pasión, de curiosidad y deseo: parece que el escritor estuviera descubriendo el mundo según lo compone. Hay una fuente de alivio para los que no tenemos los dedos tan intensos.
Por eso lo reivindico aquí. Me da pena pensar en cómo está Umbral ahora. ¿Quién lee a Umbral? Es lógico que un hombre tan sumergido en la actualidad desapareciera con su muerte. Su estilo tan intrincado y personal lo hacía prácticamente intraducible, por lo que está todavía más muerto fuera de España que dentro. Yo reivindico ese cadáver como obra viva y gigante de la literatura. Al viejo snob, al padre de un niño muerto y al locutor de provincias. Al hombre duro, necesitado siempre de palabras y dinero, jetsetter pobre y malhumorado. Al noctámbulo que, durante unos años, acompañó las heladas de León iluminando el frío con su voz de barítono en las ondas.
No me atrevería a llamarlo exactamente una “tendencia”, pero sí que es cierto que de un tiempo a esta parte no paro de encontrarme novelas y cuentos de escritores argentinos en los que el telón de fondo es la destrucción completa o parcial de la ciudad de Buenos Aires, su deformación o su transfiguración más o menos aberrante.
El primer caso lo hallé en el fabuloso cuento Las cosas que perdimos con el fuego de Mariana Enríquez —que da nombre a su no menos fabulosa colección de relatos de terror—, un cuento oscuro, muy punk, en el que personas anónimas comienzan a prenderse fuego y a quemar también, de paso, la ciudad.
El segundo caso fue El aire de Sergio Chejfec, en la que el protagonista observa perplejo cómo las azoteas de la capital bonaerense comienzan a poblarse creando una especie de ciudad paralela en las alturas. Una variación inquietante la plantea Fogwill en su novela póstuma La introducción: Buenos Aires como una megalópolis pija llena de campos de golf, gimnasios, centros de belleza, donde, entre otras cosas, ha desaparecido misteriosamente la miseria.
Con El año del desierto, Pedro Mairal se lleva las palmas. Estamos ante una destrucción metódica, calle a calle, barrio a barrio. Un mapa que se borra. La premisa es sencilla: la intemperie —una misteriosa erosión que derruye todos los edificios que encuentra a su paso— está “subiendo” desde el sur de la provincia hasta la Capital. Lo que antes eran bloques de apartamentos, ahora es terreno baldío.
¿Y qué ocurre ante tal amenaza en una urbe de quince millones de habitantes? Se desencadena el caos. Un caos con ecos a Ensayo sobre la ceguera de Saramago que se desgrana o se refleja en una serie de peripecias personales y colectivas en la que los prejuicios prevalecen pese a que el mundo se desmorone.
La elección de una narradora muy cándida, María, responde a un doble propósito: la mayoría de las aberraciones las va a perpetrar el género masculino (María es testigo de su brutalidad y estupidez), y esa primeriza ingenuidad o candor va ir dejando paso, abyección tras abyección, a un nuevo espíritu cínico. Así, ciudad y protagonista se van desintegrando; arquitectura y moral se minan, reflejo de la atrocidad del hombre, que siempre es un lobo para el hombre.
Por suerte, Mairal nos da respiros. No es solemnemente sádico como Saramago en su fábula invidente, pues salpica el relato con toques de humor y fabulosos guiños literarios: ¡Aparecen por sus páginas los dos hermanos protagonistas del cuento Casa tomada de Cortázar!
La segunda parte de la novela ligaría mucho con La carretera de Cormac McCarthy, pura fantasía de peregrinaje post-apocalíptico con toques de western, pero Mairal le resta brutalidad o juega a un salvajismo menos áspero. Así, por ejemplo, se da el hallazgo de una arcadia feliz que nos viene a sugerir que, al final, los más felices no son los que más tienen, sino los que menos cosas necesitan.
El año del desierto es uno de esos libros cuya mayor falla es que en determinado momento se le pone punto final. Uno se encuentra tan a gusto en su lectura que podría seguir las peripecias de María indefinidamente.
¿Qué está pasando entonces con esta serie de narradores que se regodean en la destrucción de Buenos Aires? ¿Se anticipa la literatura a una catástrofe inminente? ¿O son más bien metáforas de la crisis, de la situación actual? Ahora que recuerdo, podríamos encontrar un referente a todo esto en la imaginación desbordante de César Aira, quién se ha encargado varias veces de destruir su ciudad natal, Coronel Pringles, o de asediarla por hordas de zombis y extraterrestres.
—¡Ah, pero Buenos Aires es tan “bescha” que la pueden destruir todas las veces que quieran!— concluye una amiga porteña y pronuncia “bella” a la manera en que sólo por esos lares saben hacerlo.
Querida Chris:
Todavía no sé muy bien de qué trata tu libro. Amo a Dick me confunde. Me pregunto si el atrevimiento de escribirle tropecientas cartas a un desconocido no fue más que una excusa para aceptar tu fracaso como directora de cine experimental. Y de una vez acabar con tu matrimonio. Pero si Amo a Dick fue un intento de emanciparte ¿por qué dedicarle trescientas páginas de reflexión y confesiones a un hombre?
El personaje de Chris Kraus que creaste para este libro participa al mismo tiempo en distintos niveles de inteligencia y estupidez. Sus divagaciones transversales abarcan desde emociones que podemos encontrar en una canción pop hasta complejas teorías en torno a la escritura y el significado de la identidad de género. Solo tú, querida Chris, eres capaz de romper el estereotipo de que lo íntimo no puede ser sesudo. Tu humor referencial es el cauce perfecto para que confluyan discursos tan distintos. Has inventado un nuevo género literario, el que resulta de mezclar rasgos de la novela clásica, la autoficción, la metanarración, el género epistolar y el diario. Me sigue perturbando una cuestión: ¿Por qué depositar en un hombre, que además representa a todos los penes, tu particular idea de la salvación?
Dick es el ideal insoportable de una vida mejor pero sin escrúpulos. Otras escritoras ya lo habían evocado antes que tú. El 6 de julio de 1995 cuentas cómo encontró Katherine Mansfield a su propio Dick, ese “oyente esquizofrénico perfecto” del que se enamoró a fuerza de narrarlo en su cuento Je ne parle pas français. Me viene a la cabeza Agnès de Catherine Pozzi, la novela en la que le escribe cartas a Dios para compartirle el amor que los hombres no sabrían apreciar. Para ti, Dick se convirtió en ese recipiente. Le dices: “Mientras tú escuchas no necesito aliento, aprobación, ni respuesta”. ¿Acaso somos adictas a ser escuchadas? ¿El silenciamiento histórico nos ha convertido en fanáticas de un interlocutor invisible?
Dick es un estímulo. Tú encuentras respuesta a las preguntas más complejas cuando te desdoblas. Le dices: “No hay forma de comunicarse contigo escribiendo porque los textos, como todos sabemos, se alimentan de sí mismos, se convierten en un juego”. La necesidad de ser escuchadas es, en realidad, la necesidad de configurar nuestros pensamientos con el fin de que existan y que su resonancia nazca en la realidad. El discurso del enamoramiento surge de la misma fórmula. De ahí que rescates esta cita de Ron Padgett que describe el enamoramiento como “el momento en el que la persona se muda dentro”. Hay un paralelismo entre la escritura y el amor. Ambos empujan a la persona a un estado de autoconsciencia brillante y, en la misma medida, inútil.
Adoro cómo te llamas “mala feminista” y etiquetas de la misma manera a distintas artistas que fueron censuradas porque hacían lo que les daba la gana sin atender a los parámetros del arte feminista de su época. Tu libro es un tratado sobre la contradicción. La máxima consecuencia de ser mala feminista es convertirse en una misma. Apenas escribo esta frase y me censuro. Quiero borrarla. Tal vez a todas nos habita una feminista que se está descubriendo y otra rigurosa que pretende saber lo que es correcto; una Katherine Mansfield y una Virginia Woolf. Le cuentas la historia a Dick:
“Katherine, se esforzó en Londres por ser la mejor amiga de Virginia Woolf, quien la odiaba porque Katherine era esa clase de imbécil-naif que los hombres de letras adoraban y defendían en detrimento de ella”. A mí también me habita una Katherine Mansfield (bastante menos sobresaliente), cuyo proyecto de vida es capturar sentimientos adolescentes, que siempre tropieza con una Virginia Woolf, ya sea interior o encarnada, que la reprende. En tu libro estoy a salvo porque has conseguido que un puñado de cartas sea el antídoto contra la culpa.
Eres experta en diferenciar a los académicos que tienen sensibilidad creativa de los artistas. Sin querer has hecho un retrato divertidísimo de la clase intelectual. Criticas a la novela moderna porque los autores masculinos persisten en contarnos su biografía y convierten al resto en personajes simbólicos para alivianar la carga de realidad. Tú te revelas frente al falocentrismo novelado y tomas identidades reales para conformar personajes complejos como Sylvère. Con Dick usaste la identidad de un desconocido para conformar a un juez ficticio proyectado a través de la idealización.
Pero Amo a Dick no es una simple recopilación de cartas, es un juego metanarrativo en el que te inventaste junto a tu esposo escribiendo un diálogo epistolar que terminarías por tu cuenta. ¿Cómo ordenaste tantos discursos? ¿Esperabas llegar a una verdad final o sólo pretendías postergarla? Me inclino por lo segundo porque en una ocasión le confesaste a Sylvère: “Ha de haber algo que una espere, si no, no voy a poder seguir viviendo”.
Yo creo que a nadie le importa no llegar a dibujar certeramente a Dick porque, querida Chris, tú lo ocupas todo y ya habiendo leído el libro varias veces ni siquiera me preocupa no saber de qué trata. No importa de qué trata la vida, lo único que importa (y tú me has animado a hacerlo) es atreverse a escribir, plasmar las contradicciones, revelar los terrenos más peligrosos de la imaginación, para seguir explorándonos.
Te quiere,
Raquel
Siempre es intrigante precipitarse al universo de un desconocido. El lector no tiene ni idea de adónde se dirige. Por lo general, las novelas comunes nos guían por donde quieren, pero nos hacen sentir dueños del mundo que inventamos a la par. Eso no ocurre en Nostalgia, donde el lector queda extraviado o maravillado frente a un niño rumano, culto y curioso, de insolente romanticismo, que insiste en empujarlo a un abismo de recovecos bajo tierra.
Está de más reiterar la calidad de la obra de Mircea Cărtărescu, aquel que no lo conozca puede buscar su nombre y en un par de segundos se dará cuenta de que no hay ninguna poética parecida a la suya y que es un autor al que muy pronto veremos galardonado con el Premio Nóbel. Merecidísimo. El tiempo le dará su correspondiente lugar a este maniaco obcecado con la exacta descripción, la sinestesia y la puntual inserción de cada palabra que gravita en sus renglones.
Lo destacado de Nostalgia no es la perfecta narración, casi órfica que realiza, sino el remolino de historias que arrastra al inconsciente a un terreno fértil para el delirio. Los relatos de Cartarescu son universales, de ahí que en el reiterado trayecto por Stefan cel Mare, reviví (yo, un joven mexicano con cuarenta años menos) la tragedia de mi primer amor. Con fecha, nombre y apellidos (todos tenemos una Gina, causal de toda dolencia y falla en el carácter). En su prosa, compartí la locura, el enamoramiento al grado de vómito y la desesperanza interna de saber “la vida asentada sobre arena”.
La honestidad de Cartarescu radica en que se reconoce impotente como ser humano entre oxímorones emocionales y sentimientos policromáticos. Este genio tiene la presencia de aquel odioso familiar al que no puedes robarle la palabra y al que, hipnotizado por su soliloquio, podrías seguirlo hasta el fin del mundo.
Ray Loriga es un autor que suscita opiniones discordantes. Hay quien aplaude su obra y lo acompaña, identificado con la llamada Generación X, desde la publicación de sus primeros escritos. Hay quien desdeña su onírico realismo sucio y reniega del encumbramiento que le ha dado la crítica.
En 2017 su novela Rendición ganó el premio Alfaguara y el galardón lo concilió con un sector del canon del que antes estaba distanciado. El jurado, presidido por Elena Poniatowska, premió “una historia kafkiana y orwelliana sobre la autoridad y la manipulación colectiva”. Muchos se sorprendieron cuando una escritora consolidada tan diferente a Loriga encumbraba con su crítica una novela de ciencia ficción.
La novela de Loriga se distingue sin mayor escrutinio de las obras premiadas por Alfaguara en los años anteriores. Junto con El viajero del siglo de Andrés Neuman (en mi opinión la mejor novela que ha merecido este premio) destaca por una perspectiva fresca, una estructura sencilla y una prosa ajena a adornos y florituras.
En ocasiones, la prosa de Loriga, de tan sencilla, peca de malhecha. Las ambigüedades, los lugares comunes, la vaguedad descriptiva aflige a un libro que pudo ser grandioso pero es, a secas, bueno. Cabe mencionar que, al tratarse de una narración en primera persona contada por un hombre poco estudiado, esta impericia le da verosimilitud a la voz que construye el relato. No obstante, por el mismo hecho de tratarse de un hombre de campo, la novela desaprovecha la oportunidad de apropiarse de locuciones bucólicas, narrativa oral y leyendas que sólo se producen en una vida armonizada con la tierra y el cultivo.
El acierto de esta novela no radica en el nombramiento de las cosas, ni en las cosas en sí, sino en la premisa. ¿Y cuál es la premisa de Rendición? El final de una era, la resignación al cambio, la idea de que “uno tiene que saber cuando su tiempo ya ha pasado” y “aprender a admirar otras victorias”.
En un mundo desolado por una guerra ambigua, la derrota es una cuestión de principios. Rendición arranca cuando llega el momento de evacuar la Comarca donde vive el protagonista con su esposa para trasladarse a la Ciudad de Cristal. La condena de la trama recuerda a las propuestas distópicas de Margaret Atwood, en particular al popular Cuento de la Criada, ahora convertido en serie de HBO, y a algunas novelas juveniles como la saga de Divergente.
La aparición de un niño incógnito y mudo al que el matrimonio adopta, cambia las prioridades del protagonista al establecer un diálogo tácito con este ente fantasmal, que recuerda al Odradek de Kafka. Ray Loriga inventa un mundo perfecto en la Ciudad de Cristal, una ilusión de excelencia que casi siempre encubre la noción de un infierno. En la Ciudad de Cristal no hay olores, todo es transparente, todo está a la vista de todos menos las fases negativas del temperamento humano, que son reprimidas mediante drogas disimuladas en el agua. O al menos eso cree el protagonista. La paranoia y el sentimiento de impertinencia torturan la mente del narrador quien no parece dispuesto a dejar atrás su pasado.
La rendición de esta novela consiste en un principio de extinción, en aceptar que uno está anclado a un mundo viejo e inexistente que ya no tiene cabida, ni siquiera a la hora de nombrarlo, en el mundo actual. La rendición es aceptar nuestra propia caducidad y suprimirnos de la ecuación universal en aras de un mundo innovador, mucho más positivo y grato para la colectividad.
No me extrañaría que este libro se convierta pronto en otra serie de Netflix o HBO. Ray Loriga ha colaborado en proyectos cinematográficos desde hace 20 años, como guionista, junto con Pedro Almodóvar, y como director en Teresa, el cuerpo de Cristo. Pronostico que será una serie exitosa y comentada, aunque no estoy del todo convencida de que esa deba ser la finalidad de la literatura. Acaso se trate de una rendición personal que tenemos que aceptar de una vez los escritores de narrativa, aceptar el mundo nuevo y darnos cuenta de que las grandes obras ya no son nuevas formas de nombrar la realidad, sino tan sólo grandes premisas que pelearán para masificarse en las plataformas audiovisuales.
Anoche soñé con una rata. Anoche terminé de leer Rabia del novelista argentino Sergio Bizzio. Conocí el libro en el stand de Argentina de la FIL del año pasado, y aunque no me alcanzaba para comprar esa bella edición de tapas duras, lo registré en esa listita portátil que llevamos todos los que frecuentamos las librerías de viejo.
La rata, la de mi sueño, se paseaba por el campo nocturno y yo tenía que dispararle a ciegas con una escopeta. No atinaba. Llegaba la policía. Ellos también querían capturarla, pero no me agradaba la idea de que fueran ellos quienes la liquidaran. La rabia me había poseído. La rabia es un proceso que nos posee conforme se suman los infortunios.
O eso le pasa al protagonista de esta perfecta obra. Perfecta, esa es la palabra. Me resultó muy curioso, en el stand de Argentina, leer en la contratapa un cumplido así de hiperbólico por parte de un lector tan severo como César Aira: “Rabia es la mejor novela que leí en los últimos años.” Por eso la registré, por eso la seguí buscando.
A los elogios generosos y más que merecidos también se sumó, en su momento, Rodolfo Fogwill: “Rabia es de una originalidad poco frecuente, una de las mejores y más verdaderas novelas de la última década.” Suscribo cada palabra.
Rabia es de una perfección irritante. En esta novela, incluso los pequeños deslices, que son dos o tres, reafirman una obra prodigiosa que tiene lo mismo de Kafka que de Italo Calvino, sin dejar de ser una obra endemoniadamente sencilla, pulcramente escrita, cómica, trágica, sentimental y habitable como las grandes novelas.
El protagonista de Rabia, José María, un albañil de carácter taciturno, estrecha una relación con Rosa, la criada de una mansión en decadencia. José María y Rosa hablan con sinceridad de temas frívolos, se cuentan perspectivas de la vida humilde, se revelan ingenuos o sabios, filosofan sobre interrogantes que a todos nos rebasan, o comparten con alegría su gusto por la música de Cristian Castro. El narrador es preciso en el lenguaje, los diálogos fluyen como las charlas insustanciales que tenemos con algunos amigos y que podríamos continuar, sin aburrirnos, hasta el fin de los tiempos.
La novela, en esta tónica, se encamina hacia un bonito romance palomero que podría agradar a algún lector, pero que jamás le llevaría a decir a César Aira que es la mejor novela que ha leído en los últimos años. Las etapas de esta obra fluyen cronométricamente de la comedia a lo trágico sin que el lector, ni siquiera el más académico y obsesivo, pueda entender cómo se torcieron los destinos de los personajes.
La envidia de la gente ociosa del barrio, gente racista, gente impulsiva, provoca que a José María lo despidan de la obra y que el protagonista asesine a su capataz. La genialidad del giro radica en que Sergio Bizzio, en vez de encaminar su narración hacia la fuga cómplice de los amantes, la condene a la mudez y al encierro. El albañil se esconde ahí donde sabe que nadie va a buscarlo, en la enormísima mansión en decadencia donde trabaja Rosa. Como artista del trapecio, José María se acopla a una vida herida e ignorada a la vista de todos.
El tema de la novela recuerda a la novela breve de Nabokov, El ojo. José María no interactúa con nadie ni siquiera con Rosa. Vive de las sobras de un hogar, a espaldas de la dinámica viciada que se produce en la mansión: abusos de poder, violaciones, conflictos maritales familias rotas.
Heredera de La invención de Morel y quizá deudora de algunos pasajes shakesperianos, Rabia encuentra su poética en la soledad. El albañil se confina a una vida aislada en la que se limita a desplazarse de un lado a otro, a leer de vez en cuando, a espiar las conversaciones y a monologar con una rata.
Más no puedo o no debo decir. No sé si algún día saldré de la grata sorpresa que me ha producido leer, después de tanto tiempo, una novela perfecta. Sin duda, Rabia, pone la vara muy alta para los libros que vengan a continuación y me hace reconsiderar la vaguedad de otras novelas a las que hice hasta lo imposible por verles el lado bueno.
Aún no conozco el resto de su obra, pero con ésta me basta para afirmar de una vez que Sergio Bizzio, en el panorama de la narrativa actual, es un autor que promete.
Las novelas que retratan la vida de los artistas bajo un régimen totalitario prefieren tener de protagonista a un mártir. El heroísmo creativo enfrentado a la opresión oficial es un tema fructífero para la industria editorial y cinematográfica. Este no es el caso de El ruido del tiempo, la más reciente novela del escritor británico Julian Barnes (Leicester, 1946), la cual bosqueja la complicidad de uno de los más grandes compositores del siglo XX con el estalinismo.
Dimitri Shostakóvich tuvo la mala suerte de vivir en un régimen en el que sólo había dos clases de compositores: «los que estaban vivos y asustados y los que estaban muertos». Su destino pudo ser el mismo que el de Isaac Babel, Ósip Mandelshtam o Boris Pilniak, escritores exterminados por órdenes de Stalin, pero Shostakóvich optó por la supervivencia, que en su caso implicó atenerse a la censura, colaborar con los poderosos, denunciar a sus colegas y sobrellevar la culpa.
El ruido del tiempo, sin ser del todo una novela biográfica, representa por medio de fragmentos de prosa introspectiva la degradación de un espíritu mutilado. A los nueve años, Shostakóvich se sentó frente a las teclas de un piano y sólo entonces el mundo se volvió comprensible para él. Su tranquilidad se vería interrumpida un 26 de enero de 1936, día en que Stalin asistió a la representación de su Lady Macbeth de Mtsensk en el Bolshói de Moscú y condenó sus creaciones con una editorial aparecida en el Pravda.
A raíz de este incidente y hasta el final de sus días, el músico padeció amenazas e intimidaciones de parte del Estado. El retrato del protagonista no se limita a describir su faceta musical, también lo detalla desde la intimidad de un amante perturbado por el rechazo materno a todas sus parejas, de un esposo engañado y confundido y de un padre amoroso que no se atreve a castigar a sus hijos. ¿Para qué anticiparse si «el país entero era una celda de castigo»?
La escenografía soviética aparece como una orquesta de contradicciones, líneas jerárquicas descoyuntadas en las que cualquier funcionario puede ser fácilmente reemplazado por otro igual de cruel. Por su parte, Occidente tampoco significa la salvación, pues promete una libertad desdibujada que desmoraliza aún más al compositor. Reacio a las ilusiones, Shostakóvich descree del exilio y repudia a todo aquel que intenta convencerlo de escapar.
Al cuestionar la premisa leninista «el arte es del pueblo», Barnes reflexiona en torno a la creación sometida a lineamientos gubernamentales. Y sus argumentos siguen vigentes en la actualidad. Si la creatividad es evaluada por burócratas, ¿cómo es posible producir un arte autónomo, original y rebelde? y ¿quién forja a los forjadores?
Shostakóvich encontró la respuesta en la ironía, pues la suya, más que la de un genio reprimido, es una historia de rebeldía sutil. De modo que el genio se atrincheró en una frontera humorística, imperceptible para sus censores. En contraposición al optimismo del proyecto soviético, disfrazó su pesimismo en notas que sólo un oído tan educado como el suyo podía interpretar.
Fiel a la atmósfera de la narrativa rusa, mediante situaciones que parecen sacadas de un cuento de Chéjov, y sin olvidar el permanente diálogo que ha establecido con la obra de Shakespeare, Barnes transcribe la asfixia del arte amordazado por la autoridad.
El contraste entre la algarabía de las dictaduras y el silencio de quienes las padecieron produce la metáfora que da título a esta novela: «El arte es el susurro de la historia que se oye por encima del ruido del tiempo». Pero incluso la ironía tiene sus límites: «Por ejemplo, no podías ser un torturador irónico; o una víctima irónica de la tortura».
La estructura narrativa de El ruido del tiempo persigue ese instante en el que el artista toma una decisión irreversible y se confunde con el dúctil disfraz que durante tanto tiempo consideró una armadura. Se trata de una frontera tan significativa para el que la cruza, que ni siquiera el fin de la vida le propone una vía de escape, pues la memoria del mundo jamás olvidará la corrupción de su legado.
Éste es el segundo libro que publica Barnes tras el fallecimiento de su esposa, la agente literaria Pat Kavanagh. En el anterior, Niveles de vida, abordó esta pérdida y confesó haber contemplado la idea del suicidio en numerosas ocasiones. Es una suerte para los lectores que uno de los mejores narradores en lengua inglesa continúe escribiendo con la misma osadía, tan irónica e inclasificable.